
OPINIÓN
La marcha sin pueblo
Cabe resaltar que la protesta social es un derecho constitucional protegido y legítimo, siempre que se ejerza en el marco de la legalidad.
En el transcurso del actual gobierno, el país ha sido testigo de no menos de tres jornadas de movilización nacional promovidas directa o indirectamente desde el Ejecutivo. Estas manifestaciones han pretendido proyectar un supuesto respaldo popular a las reformas propuestas por el presidente, así como ejercer presión sobre el Congreso de la República, intentando torpemente evidenciar una legitimidad social que ya no corresponde con la realidad y que cada vez es menor.
Sin embargo, este tipo de acciones, lejos de demostrar apoyo genuino, refuerzan el sostenimiento de una narrativa populista que cada día pierde más y más credibilidad entre la ciudadanía.
El pasado 28 y 29 de mayo se llevó a cabo una nueva convocatoria a marchas desde sectores afines al Gobierno nacional. Esta movilización, caracterizada por un despliegue logístico impulsado desde entidades públicas, confirma una preocupante tendencia: la instrumentalización del aparato estatal para inducir la participación ciudadana en eventos que, lejos de ser espontáneos, responden a una estrategia política; que no respeta la autonomía de las demás ramas del poder público y busca condicionar las decisiones mediante demostraciones de fuerza y posibilidad de caos, organizadas directamente desde el propio Ejecutivo.
Ante la escasa asistencia y el evidente fracaso de la jornada, el presidente Gustavo Petro optó por desmarcarse de la convocatoria, negando haber incentivado la movilización. Esta respuesta se suma a un patrón ya reiterado en su discurso, que es la constante negativa a asumir responsabilidades frente a hechos que afectan al país, manteniendo una postura en la que todos son culpables, menos él.
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Cabe resaltar que la protesta social es un derecho constitucional protegido y legítimo, siempre que se ejerza en el marco de la legalidad. No obstante, resulta inaceptable que desde el gobierno se distorsione su naturaleza, promoviendo paros y movilizaciones con fines claramente propagandísticos. Lo ocurrido en esta última jornada es reflejo de ello.
Resulta aún más inaceptable observar a funcionarios públicos con permisos especiales, transporte facilitado desde las entidades y presiones a contratistas para asegurar presencia en los puntos de concentración, todo ello durante horario laboral, en abierta contradicción con los principios de eficiencia y neutralidad del servicio público.
Este tipo de prácticas no solo representan un uso indebido de recursos públicos, sino que sientan un preocupante precedente en la relación entre Estado y ciudadanía. En lugar de promover un diálogo institucional y democrático, se impulsa una lógica de confrontación y clientelismo que erosiona la legitimidad de las instituciones y desprestigia la genuina protesta social.
La baja asistencia a estas marchas refleja el creciente desgaste del discurso oficialista. Basta con observar las plazas semivacías, lo que muestra una desconexión entre el gobierno y el pueblo, evidenciando la pérdida progresiva del liderazgo del Ejecutivo, quien cada vez está más aislado políticamente y menos representativo del sentir nacional.
Intentar construir una narrativa de resistencia popular desde el poder, omitiendo deliberadamente las múltiples crisis estructurales que enfrenta el país —como el colapso del sistema de salud, el deterioro de la seguridad y la incertidumbre energética— demuestra que las prioridades gubernamentales parecen estar más enfocadas en medir su respaldo electoral que en resolver los problemas de fondo que aquejan a los colombianos.
Resulta igualmente preocupante la constante tendencia del presidente a victimizarse y polarizar a la sociedad, dividiendo a los ciudadanos entre amigos y enemigos del proyecto político en el poder. Esta actitud no solo impide la construcción de consensos, sino que profundiza la crisis de gobernabilidad, pues relega el interés general en favor de intereses particulares y visiones ideologizadas.
Los hechos ocurridos durante las recientes movilizaciones dejaron consecuencias tangibles, como lo fueron 1.800.000 personas afectadas en Bogotá por bloqueos del sistema de transporte, daños a la infraestructura pública y agresiones a ciudadanos. Estas conductas no deben ser confundidas con el ejercicio del derecho a la protesta.
La protesta social no está siendo criminalizada; lo que se reprocha y debe sancionarse son los delitos cometidos bajo su amparo. Defender el Estado de derecho no significa silenciar la voz del pueblo, sino garantizar que dicha voz se exprese dentro de los límites de la Constitución y la ley, sin violencia ni coacción.
Lo ocurrido no solo revela el agotamiento del discurso del Ejecutivo, sino también una peligrosa confusión entre el poder del Estado y el respaldo popular. La democracia exige respeto por la separación de poderes, transparencia en el uso de recursos públicos y responsabilidad política. Cualquier intento de imponer una agenda política mediante la presión estatal disfrazada de movilización ciudadana solo profundiza la desconfianza institucional y debilita el tejido democrático del país.